Ya estaba acostumbrada, o resignada, a ése orden lógico de vivir con la tranquila prolijidad de que las cosas estén en su lugar correspondiente.
Aprendí, como aprendieron todos a llorar, llorando para adentro, así nadie corre el riesgo de que un rayo de sol toque la lágrima.
No es cómodo encontrar una lágrima debajo de la servilleta y tener que pensar en su motivo: eso arruinaría la ya difícil digestión de un hombre preocupado por su trabajo permanentemente.
Aprendí, como aprendieron todos, a no reírme sola mientras voy caminando por la calle.
Tiene que haber compañía para que la risa no parezca una piedra lanzada al rostro de quien te ve reir. No es cómodo para nadie encontrarse de pronto y sin aviso con una risa suelta…
Esa desafinada nota de cristal que recorre el aire, hace que las cadenitas ajusten las gargantas, que los maletines pesen una tonelada, que las agujas de los relojes pinchen como espinas y que las plazas se vuelvan totalmente visibles. ¿Acaso no pasaste nunca por delante de una plaza invisible?
Cuántas veces el dolor, el apuro, la rutina, han hecho que cruzara por una plaza sin darme cuenta, sin siquiera levantar la mirada para ver la copa de los árboles, sin oler la fragancia de tierra húmeda, a verde refrescado, después de la lluvia…
En el estricto orden de las cosas, todo lo fui perdiendo, o casi todo. Hasta las ganas de decir. Por eso me hizo bien encontrarte.
Hacía tanto tiempo que no me aceleraba el corazón. Prometiste volver, quién sabe cuando. Siempre hemos estado despidiéndonos… ¿desde hace cuántos años? Siempre fijando una fecha lejana para el próximo encuentro.
Pero no importa, hoy me reí caminando sola por la calle, hoy miré uno por uno los árboles de la plaza y hasta charlé en voz alta con el aire liviano de la tarde, repitiendo palabras como sueño y esperanza…
Y todo, todo se fue desordenado: tengo palpitaciones, se me rompen las copas al lavarlas, de cada cajón que abro sale una nube de mariposas anaranjadas, amarillas, blancas… se me caen las llaves al tratar de colocarlas en el hueco de la cerradura…
También estuve llorando, por haber sido cómoda, por haberme resignado tanto, por haber permitido que me hiciera efecto la anestesia de la convivencia.
Gracias por el encuentro. Gracias por haber sido la única persona que se dio cuenta «de que tengo la mirada triste…»